Mabel, nuestra profe de Imagen Personal (Estética), ha querido compartir con nosotros algo muy especial para ella, un recuerdo tan tierno y sincero que nos llena de orgullo publicarlo. Lo mejor es que ella misma nos lo cuente con sus palabras.
Recientemente he recuperado unos poemas escritos por mi abuelo materno, Francisco Acosta Moñino. Están fechados y firmados en la Prisión Provincial de Badajoz en 1941, y el original es una pequeña libreta en la que ya resulta un poco difícil leer con claridad el contenido completo.
Aprovechando esta Semana del Libro, pensé que era oportuno darlos a conocer, y que a él, que era gran aficionado a lecturas, poemas y cuentos, le hubiera gustado la idea.
Creo que no tuvo ninguna formación académica ni fue nunca a la escuela, y creo que apenas sabía leer ni escribir en aquella postguerra del 41. Me comentan que en la cárcel “se leía mucho” por aquel entonces. Está claro que leyó a Machado y a Bécquer…pero no a Miguel Hernández, lógicamente.
Lo recuperado son seis poemas en los que se lamenta de su situación, canta a su hija de un año, a su amor y su desamor. Hay también una oración y termina el libreto con un poema esperanzador (mi preferido).
Recuerdo de él que era un personaje atípico, y que así su aspecto también lo era: alto, muy delgado, claro de pelo y más claro aún de ojos. Le recuerdo con la piel morena y muy curtida. El caso es que físicamente tenía más en común con un personaje de esas novelas que tanto le gustaban (Westerns de Estefanía) que con sus paisanos. ¡Tenía cientos de estas novelas!. Las tenía desperdigadas por todos los rincones de su casa junto con chismes de pesca, que era otra de sus grandes aficiones.
Conservo un regalo personal de él: un antiquísimo ejemplar del libro Corazón de Edmundo de Amicis, comprado por 28 pesetas en la calle Arenal de Madrid. Lo había leído ni se sabe las veces, y me decía: “Léete el cuento de ‘El enfermero del Chacho’. ¡No habré llorado yo veces leyéndolo! ¡Qué bonito! Léelo”.
Y tengo un par de recuerdos de cuando yo era una cría... Su saludo: “¡Aquí está la ‘rupia’! Y sepas que con rupia no te llamo rubia, sino monedita de la India”. Luego me sacaba un caramelo de la oreja, que siempre había estado allí sin yo saberlo.
Tenía algo de artista, y pude ver muchas veces cómo con tres precisos gestos y cortes de su pequeña navaja, en un minuto y en un tapón de corcho, tallaba un rostro masculino. Rostro de corsario o individuo semejante, que a mí siempre me daba un poco de miedo.
Si alguna vez mencionaba sus años de cárcel y si alguna vez le pregunté sobre ello, sobre los motivos, las ideas, las circunstancias… esperando, seguramente, un relato novelado de los suyos o algo interesante al respecto, nunca lo hubo. Es decir, no hubo relato típico: “Estaban presos porque tocaba así. Ahora entraban ‘éstos’ y decían que éramos ‘aquello’ y ¡a la cárcel con todos! Ahora entraban ‘los otros’, y entonces éramos ‘lo otro’ ¡a la cárcel también! o a lo que tocara en su momento hasta que todo pasara”.
Aquello no era vida. La vida verdadera es largas horas de pesca leyendo novelas Western y, de vez en cuando, haciendo poemas.
Nació en la población de La Coronada (Badajoz), lo que le valió el apodo de “Coronel” en el pueblo donde vivió casi toda su vida: Orellana La Vieja (Badajoz).
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Francisco Acosta Moñino |
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